lunes, 21 de diciembre de 2015

Sombra

No había nada que esta criatura amara más que su árbol; amaba su árbol y la sombra que le daba, el cobijo, la tranquilidad. Vivía en su sombra. Nunca tuvo que preocuparse por nada; tenía frutos que comer, tenía dónde descansar, y tenía qué beber. Era una vida solitaria, pero no solía pensar en eso: sabía que no todas las criaturas podían tener un árbol, así que se sentía afortunado y, cuando llegaba la hora de defenderlo, no había criatura alguna que lograra ocupar lugar en su sombra.
Nunca dejaba su sombra. Nunca dejaba de comer sus frutos. Nunca dejaba de beber de la pequeña fuente en su sombra. Era todo el mundo que esa criatura conocía.
Empezó a aborrecer su mundo, pero era incapaz de abandonarlo. Pasaba horas al borde de la sombra, pasaba horas viendo los frutos, viendo el agua correr, pero nunca podía resistirse a él, nada podía alejarlo de su árbol. Era cada vez más inestable, atacaba a su árbol, odiaba su sombra, pero no podía irse. No conocía otro mundo más allá.
Hacía mucho que ninguna criatura se acercaba a su árbol. Ya nadie intentaba visitarlo, nadie podía sacarlo de su sombra. Nadie, además de él, podía llevarlo fuera de su prisión. Nadie, además de él, lo mantenía en su prisión. Pensaba por qué se había aferrado tanto a aquel árbol, era sólo un árbol entre tantos, era sólo una sombra entre tantas.
Por arte de magia, logró despedirse de su árbol. Pasó días enteros hablándole, esperando que le perdonara, hasta que finalmente, tomando un par de frutos para el camino, y tras mucho mirar más allá de la sombra que le maldijo, abandonó su mundo.
Era extraño andar en la luz, pero valía la pena, por una vez, conocer otro árbol.
Extrañamente, compartía la misma sombra con otras criaturas.

Finalmente, su árbol pudo crecer.