jueves, 14 de febrero de 2013

Amor prostituido.

Era una urbanización común, de clase media, bastante tranquila y segura. Un buen sitio para criar una familia. Casas con unos jardines a la entrada perfectamente cuidados por sus dueños, que eran bastante dedicados al embellecimiento de su hogar, tanto por fuera como por dentro, para hacerlo lo más acogedor posible.
Muy pocas veces se habían visto casos de robos, asesinatos, secuestros o de violencia en esa urbanización, y la gente podría tranquilamente salir de su casa a altas horas de la noche, aunque pocos lo hacían, puesto que dormían a una hora responsable, para poder descansar del peso del trabajo, del cuidado del hogar y de la familia. Todos dormían a esas horas, menos un hombre.
Pocos en la urbanización le conocen; los vecinos cercanos y quizá otro par han tenido alguna conversación con él, pero todos podían estar de acuerdo en algo: era tímido, y bastante ingenuo.
Su jardín y su casa no tenían nada en especial, tenían su encanto, pero no estaba entre las destacables, aunque hubiera varios a quienes les gustaba. Su vida en el trabajo no era tan pesada, no tenía un cargo tan alto, pero no estaba entre lo más bajo, y ganaba un buen sueldo, que le rendía, puesto que era soltero.
De todas las vidas existentes en esa urbanización, la de ese hombre era la más tranquila, pero quizá no la más feliz.

Nunca nadie le había preguntado ha dónde iba cada noche, quizá por respeto, por pena, o simplemente porque no sabían que él saliera. En cualquier caso, el hombre lo prefería así.
Todas las noches, siempre a la misma hora, el hombre se preparaba para su cita, calmado, pero emocionado. Iba siempre al mismo sitio, un lugar a unos 35 minutos de su casa, con una fachada agradable. Quien no supiera que es un prostíbulo, pensaría que es un hotel pequeño.
El hombre llegaba, y siempre veía a la misma persona, a su amada. La escena pocas veces variaba: él llegaba, y a pesar que no era su primera vez, ni era alguien que no supiera de esa clase de encuentros, siempre se vestía de la misma forma, muy tímidamente. Su amada siempre le ayudaba y le besaba, y el hombre perdía toda timidez ante tal acto. La seguridad y el deseo le encendían. Era un amante apasionado, y en cada movimiento, sentía que sus sentimientos eran transmitidos, sentía que su amada le transmitía los suyos. Sentía al amor haciéndolos. El sudor brotaba, y tras cada movimiento, suspiro, beso y abrazo, el hombre se sentía cada vez más vivo, mas feliz, sentía que cada vez le amaba más.
Le gustaba besar a su amada, y lo hacía cada vez que podía, y vez tras vez, no hacía mas que aumentar su amor.
"Ven conmigo, déjame tenerte.", le dijo el hombre, cercano ya el final del encuentro, con una voz trémula, y casi llorosa. Su amada le rechazo, como ya había hecho, y siempre lo hacía con la misma dulzura. Dulzura que al hombre le hacía llorar, y que le hacía siempre volver intentarlo. Dulzura que noche tras noche, le hacía volver a ella, para saber qué le diría en cada oportunidad, y querer volver al día siguiente.
En la despedida, entre besos, su amada le dijo que le amaba, y tras darse cuenta de lo que dijo, cerró la puerta, dejando al hombre fuera de la habitación, pasmado por lo que acababa de escuchar.
Tras reaccionar, el hombre se dirigió al auto, llegó a su casa, y pensando en su amada, durmió, como nunca lo había hecho, como un bebé.

Quizá no era mentira lo que había escuchado, como el hombre sospechó unos momentos. "Quizá escuché mal", pensaba él, pero sabía que no era así, había escuchado lo que había escuchado, y lo que había escuchado, era lo que había sido dicho.
Era verdad que su amada le dijo eso, pero verdad era, también, que no era la primera vez que la mujer decía esas palabras, siquiera en esa noche. El hombre, quizá por ingenuidad, ignoraba por completo el hecho de que su amada viera a otros hombres. No es que lo supiera y decidiera fingir. Él no lo sabía. Su amada era suya, y noche tras noche lo era, por lo que sería ridículo siquiera pensar que su amada viera a alguien más.
Aún así, noche tras noche, hombre tras hombre cruzaba la puerta de la habitación de su amada. Cada uno le amaba, y cada uno se sentía vivo durante su encuentro. Cada uno pensaba que su amada era sólo suya, y noche tras noche que iban, le veían. Siempre estaba ella esperando con su dulzura por la cual esos hombres son seducidos. Con un nombre con uno, y uno diferente para otro.
Había dicho amarlos a todos, y tras finalizar la noche, contaba su dinero.

viernes, 1 de febrero de 2013

Estar.

El chico se sentó, como siempre, esperando a que algo pasara, a que algo se presentara. Él sabía que nada pasaría, nada le interrumpiría esa noche, muy a su pesar, puesto que quería eso, quería que alguien le interrumpiera sus pensamientos, quería que alguien le dijera algo. Quería a alguien.
Sabía como sería su noche, estaba ya acostumbrado a eso. Se acostumbró a no hacer nada, se acostumbró a sentarse a esperar, a pesar que ya sabía que nada pasaría, lo seguía haciendo. Seguía esperando.
Nunca actuaba, no sabía cómo hacerlo, no sabía cómo empezar algo, era inapropiado que él lo hiciera, se vería mal. Estaría mal.
Seguía pensando, mientras todavía esperaba. Empezó a pensar en lo solo que estaba, en lo extraño que se encontraba. Se puso a pensar cómo se sentía, pero no pudo hallar una respuesta, no supo cómo continuar su pensamiento sobre ello, y decidió pasar a otra cosa, a pesar que aún le rondaba el pensamiento de su estado anímico. Estaba solo, no porque no tuviera amigos, puesto que sí tenía, pero así se sentía, solo.
No encajaba, quizá era eso.
El chico volvió a su anterior pensamiento, ya que no le parecía aceptable no saber cómo se encontraba. Tras mucho pensar, tras ver los aspectos positivos y sus opuestos, el chico descubrió lo que sería quizá su respuesta, al menos por esa noche: él no estaba bien, eso era seguro, pero tampoco estaba mal. Él solo estaba. Estaba sin más.

Seguía esperando, pero ahora sus pensamientos cambiaron a otro tema. Ahora recordaba, recordaba lo había hecho en los días anteriores, y recordaba todo lo que había hecho mal. La lista era interminable. Buscando consuelo decidió buscar algo bueno que haya hecho, algo bueno que haya hecho en alguien, pero los resultados no fueron alentadores.
Empezó a arrepentirse de lo mal que hizo las cosas. Se arrepentía de haber hecho esto pudiendo hacer lo otro, de no hacer aquello pudiendo hacerlo, de no decir esto, de no haber reído por ello, de no haber sonreído. Se arrepentía de todo, y todo lo que hizo estaba mal. Así lo veía.

Había hecho mal, y actuaba como si así no fuera. Quizá sólo a él le parecía que había hecho mal, y eso lo ponía aún peor. Que nadie le dijera que lo que hace está mal, que actuaran como si no importara, lo hace estar peor, porque a él sí le importa. Todavía esperaba.
Se sentía estúpido, por preocuparse por las cosas que hacía, que a todos parecían no importarle, pero se dio cuenta que no era eso. No era que no les importara lo que hacía; él no importaba. Él no importaba, ni si quiera para él mismo era alguien importante.
El chico se sumió en tristeza. Seguía pensando, y seguía esperando.