sábado, 26 de enero de 2013

Un relato corto.

Había sido un día agotador en el trabajo, más que cualquier otro.

El hombre caminaba con pesar, arrastrando los pies hasta llegar a su vehículo. Un automóvil viejo, suficientemente viejo para no ser nuevo, pero no tanto para ser uno de los que se venden por grandes sumas de dinero. Era un simple automóvil viejo. 
Por fin había dejado atrás su cubículo lleno de papeles. Papeles que, a pesar de haber firmado ya muchos, procesado aquellos, mandado a revisión estos, y triturado estos otros, no dejaban de crecer en su escritorio.
El camino a casa se hacía largo, y como siempre, el hombre se tomaba su tiempo para pensar sobre todo lo que había hecho durante el día.
 Al salir del estacionamiento del edificio en que trabajaba, encendió el primer cigarrillo del viaje. No era fumador, pero fumaba en días pesados, tenía que hacerlo, él lo sabía.

Con el primer cigarrillo a la mitad, se dio cuenta.

Su vida no llevaba a nada, siempre había sido lo mismo, y para esos momentos tan avanzados en su vida, era imposible que algo cambiara. Es alguien poco conocido, el número de amistades es reducido, y no tiene contacto con sus familiares.
No tenía a nadie, estaba solo. Sus compañeros de trabajo a penas lo notaban, ni siquiera cuando iban a colocar los papeles sobre su escritorio, si es que encontraban un espacio que no fuera encima de otros papeles. Ni si quiera su supervisor le conocía. Pocas veces le miraba o le dirigía la palabra. Nunca le había dicho "buen trabajo", felicitado por nada, pero tampoco le había reprochado algo.
Era una persona correcta, como pocas; tenía buenos modales, era calmado y amable, aunque nadie lo notara. Nadie lo notaba nunca.

En un momento, tras desechar la colilla del cigarrillo, el hombre pasó de largo en una luz roja. Faltó muy poco para arrollar al grupo de personas que iba cruzando la calle. Algunos le gritaron algo, pero el hombre no llegó a entender, puesto que su mente andaba en otro sitio: por poco acababa con la vida de otras personas.
El hombre condujo un par de calles más pensando únicamente en la muerte. Primero en lo catastrófica que era, lo horrible que sería morir atropellado, enterrado bajo escombros, o calcinado. Poco después, su visión sobre la muerte fue otra: él pensaba solo en lo tranquila que era, lo quieto y calmado que estaría y que, si el precio que debía pagar por esa tranquilidad eterna eran unos momentos de un horrible dolor, valía el esfuerzo.

Sí, eso haría. Lo decidió tras ver como se encendía el tercer cigarrillo.

Se suicidaría. A nadie le importaría, de hecho, sería más útil muerto, puesto que era un donante de órganos. El hombre pasó un rato pensando en si debía dejar alguna nota. Luego de un rato pensó en una sencilla nota que dijera "Lo siento. La montaña de papeles seguirá creciendo..." pero a la final decidió que era mejor no decir nada. 
Así pasó el resto del viaje, pensando en cómo hacerlo, en cómo sería el momento final de su vida. Tenía que ser de una forma que dejara intacto su cuerpo y órganos, por lo que varias opciones fueron descartadas de inmediato. No duraron muchos los pensamientos sobre cómo lo haría, puesto que tras estacionar en su casa y apagar el auto, los pensamientos del hombre fueron otros.

El hombre dejó de pensar en muerte, dejó de pensar en todo aquello, y se dio cuenta del porqué: su esposa.
Ella le amaba, y siempre le hacía sentir bien. El solo hecho de recordar que al cruzar la puerta estaría ella sentada, esperándole para comer algún platillo preparado por ella, le hizo esbozar una sonrisa, la primera en muchas horas.
El hombre apresuró el paso. ¡Que le den al suicidio, a la gente que casi atropella, a la montaña de papeles que mañana le estará esperando más grande que esa noche!. Se dio cuenta que había pasado por eso varias veces, y siempre era como la primera vez. Llegar a casa y recordar a su esposa esperándole, por eso vivía aquél hombre, allí era feliz.

Tras cruzar la puerta, el hombre quedó petrificado. Como siempre, su esposa estaba allí junto a la mesa, pero esta vez no estaba sentada, sino derrumbada en el piso, en un charco de un líquido espeso que el hombre tardó un rato en entender; era sangre. Su esposa estuvo allí, esperándole.


El hombre espabiló, y se dio cuenta de que se había quedado dormido en medio del trabajo. Tomó un sorbo de su taza de café, y notó el portaretratos que estaba en el centro del escritorio. Éste mostraba una fotografía de su esposa, mirándole con una sonrisa. El hombre devolvió la sonrisa, terminó la taza, y continuó trabajando.
Para suerte de él, nunca recordaba sus sueños.



@fusamuke.

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